
La obra de María Cecilia Galindo Oñate es subsidiaria de una profunda nostalgia por la idea del laboratorio, pero no en su uso como dinámica de taller de artista extrapolado en procesos seudo cientificistas, sino en su misma esencia de la comprobación tras la búsqueda de algún vestigio de verdad. La artista pinta desde el origen de las cosas como si intentara por alguna suerte de proceso enciclopédico, describir la génesis del universo de los tonos para certificar cada trazo y cada gesto. Dicha acción de transformación del fraseo del espacio pictórico da cuenta de un profundo respeto por herencias y procesos del pasado, meticulosamente extirpados en la nueva clínica de estudio en su taller, circunscrito a la magnificencia del resplandor colorístico, siempre y cuando responda con prontitud a los elementos de su huerta.
La artista se esfuerza por emparentar los tiempos de la naturaleza con los tiempos del arte porque por su experiencia se ha dado cuenta que se corresponden en iguales esperas y dedicadas jornadas de preparación. Sus pinturas de paisajes florecen con los cromos de la fuerza de la tierra en vertiginosos espectros de fascinación por lo mínimo, el grano, la sal, el retoño, la vibración del magenta y el viridiano. Solo quienes se han sumergido en sí mismos dentro de los diminutos descubrimientos de las horas del trabajo del pintor saben lo importante de la verticalidad de sus descubrimientos, pues en el arte no sólo se trata de cuestiones rizomáticas horizontales, sino de atractores de crecimiento con la paciencia del germinador.
Hace falta detener la mirada sobre las coordenadas del paisaje para mapear la botánica del dendrólogo que añora viajar, sumergirse sin contratiempo en la lignificación del boceto que quiere ser pintura, del bosquejo que se resiste a los determinismos de la pasta oleosa, porque todo en pintura es emancipación constante, por una parte del artista, el cual desea la pronta independencia de lo real para separar la consideración plástica de la exactitud descriptiva y por otra parte de la pintura, que exige a gritos la representación por acoplamiento simbiótico de líneas, manchas y apariencias.